
miércoles, 21 de abril de 2010
La poderosa influencia de la cultura extranjera aún no socava los cimientos de las costumbres hondureñas aunque algunas han ido desapareciendo poco a poco con el paso de las generaciones quedando únicamente en el recuerdo de sus pobladores.
Los garífunas siguen sin olvidar sus famosos bailes
La influencia de los medios de comunicación electrónicos -especialmente la televisión y la radio- el poco interés oficial de rescatar lo nuestro con el agravante de que una buena parte de los hondureños son muy dados a copiar o imitar lo que se hace y dice en otros países, está cada vez poniendo en peligro el folclor nacional.
Hondureños patriotas como Jesús Aguilar Paz y Jesús Muñoz Tábora por su cuenta han tratado, por lo menos, de investigar y recopilar todo lo inherente a nuestras costumbres, leyendas, tradiciones, supersticiones, danzas y todo lo relativo a los diferentes tipos de folkclor.
Al hablar de costumbres en Honduras es necesario aludir a lo que hacen los pueblos para mantener vivas sus creencias, sus participaciones religiosas, sus supersticiones y sus formas de hablar.
Lo que se mantiene casi intacta es la costumbre de celebrar las ferias patronales. Cada ciudad, pueblo y aldea del país revive todos los años su tradicional feria patronal en honor a su santo patrono. En muchos lugares la celebración dura toda una semana.
Los pobladores de las zonas rurales se suman a los de las urbanas para ser partícipes de las jornadas taurinas, el palo encebado, carreras de cintas, de caballos, del burro, encostalados, concursos, competencias deportivas, jornadas literarias y otras.
Son famosas la Feria Juniana, en San Pedro Sula; la Feria Isidra de La Ceiba, el Carnaval del Maíz, en Danlí, el Festival de la Papa, de Intibucá. En San Marcos de Colón, las jornadas de toros son la atracción de la feria, por la valentía de sus toreros y la calidad de sus montadores.
La capital de la República celebra cada año su aniversario de fundación con desfile de colegios y sus bandas de guerra.
En Olancho se ha vuelto una costumbre y una tradición de la zona la bebida típica conocida como ``vino de coyol´´ extraído del árbol de coyol que, tomado en abundancia, desempeña la misma función del alcohol.
En algunas comunidades aún se bailan diferentes tipos de danzas. Hay danzas indígenas y campesinas, danzas con caramba, criollas y garífunas. Los centros educativos suelen tener organizados cuadros de danzas para recordar las costumbres ancestrales. El Gobierno y algunas alcaldías como la de Tegucigalpa tienen también su grupo organizado.
La visita periódica a los santuarios religiosos es una costumbre ancestral entre el pueblo hondureño. Este hecho se generalizó tras la conquista española que también trajo consigo la religión católica.
El guancasco, una de las viejas costumbres heredadas de la colonia.
La fe religiosa están bien enraizada. Los hondureños suelen ocurrir dominical o diariamente a los oficios religiosos donde se reza y se identifican con Dios y los santos de su devoción.
Entre los santos más populares están el señor de Esquipulas, la virgen de Candelaria, San Antonio, San Isidro, la virgen de Concepción y, probablemente la más sonada: la virgen de Suyapa.
Las romerías al santuario de la virgen de Suyapa, patrona de Honduras, es una constante. Esto ocurre caña año, el 3 de febrero, día consagrado a la venerada imagen que, según cuenta la leyenda, le apareció al campesino Alejandro Colindres en el siglo XVIII.
También se practican aún los guancos o
guancascos en muchas comunidades. ``Se trata de una vieja costumbre colonial que sirvió para mantener viva la amistad de pueblos vecinos o que les ligaban vínculos tradicionales de alianza o simpatía. Estos guancos son célebres por el derroche de hospitalidad que se hace por las fiestas profanas a que dan lugar´´, ilustra Aguilar Paz en su obra ``tradiciones y leyendas de Honduras´´.
Los refranes también son parte del folclor hondureño y son el resultado de las acciones, pensamientos y formas de hablar de los pueblos que han acuñado célebres frases para aludir a algún acontecimiento en particular.
Por ejemplo, son muy comunes ``a Dios rogando y con el mazo dando´´, ``al perro más flaco se le pegan las pulgas´´, ``del árbol caído todos hacen leña´´, ``a ojo de buen cubero´´, ``barriga llena, corazón contento´´, ``cuentas claras, amistades largas´´, etc. etc.
Los hondureños son muy dados a las supersticiones y a creer en los brujos. Son muchas las leyendas que hay de la ``presencia´´ de la Siguanaba, la Sucia, la Tetona, el Cadejo, el Duende, el Sisimite, el Gritón.
El Duende, a juicio de Jesús Aguilar Paz, es ``un
enanillo de los montes que viste de rojo y lleva gran charrón´´. Suele hacer travesuras y se enamora de las muchachas campesinas. Este personaje ``vence a los hombres más poderosos y rapta las niñas de senos suaves´´.
Por su parte, el Cadejo ``es un cuadrúpedo
nocturno que se alimenta de cadáveres putrefactos y al andar le suenan los huesos, siendo luminosos sus ojos y peligroso su encuentro; nunca se hace a un lado sino que hay que cederle la senda y no molestarlo si se quiere que él no dé una dura lección al atrevido´´.
Las costumbres, pues, son parte del folkclor nacional. Representan la idiosincracia de una población que necesita de la voluntad estatal de conservar sus ancestros y rescatar lo que, por influencias extrañas y decidia nacional, se ha perdido y sólo es parte del baúl de los recuerdos.
Los garífunas siguen sin olvidar sus famosos bailes
La influencia de los medios de comunicación electrónicos -especialmente la televisión y la radio- el poco interés oficial de rescatar lo nuestro con el agravante de que una buena parte de los hondureños son muy dados a copiar o imitar lo que se hace y dice en otros países, está cada vez poniendo en peligro el folclor nacional.
Hondureños patriotas como Jesús Aguilar Paz y Jesús Muñoz Tábora por su cuenta han tratado, por lo menos, de investigar y recopilar todo lo inherente a nuestras costumbres, leyendas, tradiciones, supersticiones, danzas y todo lo relativo a los diferentes tipos de folkclor.
Al hablar de costumbres en Honduras es necesario aludir a lo que hacen los pueblos para mantener vivas sus creencias, sus participaciones religiosas, sus supersticiones y sus formas de hablar.
Lo que se mantiene casi intacta es la costumbre de celebrar las ferias patronales. Cada ciudad, pueblo y aldea del país revive todos los años su tradicional feria patronal en honor a su santo patrono. En muchos lugares la celebración dura toda una semana.
Los pobladores de las zonas rurales se suman a los de las urbanas para ser partícipes de las jornadas taurinas, el palo encebado, carreras de cintas, de caballos, del burro, encostalados, concursos, competencias deportivas, jornadas literarias y otras.
Son famosas la Feria Juniana, en San Pedro Sula; la Feria Isidra de La Ceiba, el Carnaval del Maíz, en Danlí, el Festival de la Papa, de Intibucá. En San Marcos de Colón, las jornadas de toros son la atracción de la feria, por la valentía de sus toreros y la calidad de sus montadores.
La capital de la República celebra cada año su aniversario de fundación con desfile de colegios y sus bandas de guerra.
En Olancho se ha vuelto una costumbre y una tradición de la zona la bebida típica conocida como ``vino de coyol´´ extraído del árbol de coyol que, tomado en abundancia, desempeña la misma función del alcohol.
En algunas comunidades aún se bailan diferentes tipos de danzas. Hay danzas indígenas y campesinas, danzas con caramba, criollas y garífunas. Los centros educativos suelen tener organizados cuadros de danzas para recordar las costumbres ancestrales. El Gobierno y algunas alcaldías como la de Tegucigalpa tienen también su grupo organizado.
La visita periódica a los santuarios religiosos es una costumbre ancestral entre el pueblo hondureño. Este hecho se generalizó tras la conquista española que también trajo consigo la religión católica.
El guancasco, una de las viejas costumbres heredadas de la colonia.
La fe religiosa están bien enraizada. Los hondureños suelen ocurrir dominical o diariamente a los oficios religiosos donde se reza y se identifican con Dios y los santos de su devoción.
Entre los santos más populares están el señor de Esquipulas, la virgen de Candelaria, San Antonio, San Isidro, la virgen de Concepción y, probablemente la más sonada: la virgen de Suyapa.
Las romerías al santuario de la virgen de Suyapa, patrona de Honduras, es una constante. Esto ocurre caña año, el 3 de febrero, día consagrado a la venerada imagen que, según cuenta la leyenda, le apareció al campesino Alejandro Colindres en el siglo XVIII.
También se practican aún los guancos o
guancascos en muchas comunidades. ``Se trata de una vieja costumbre colonial que sirvió para mantener viva la amistad de pueblos vecinos o que les ligaban vínculos tradicionales de alianza o simpatía. Estos guancos son célebres por el derroche de hospitalidad que se hace por las fiestas profanas a que dan lugar´´, ilustra Aguilar Paz en su obra ``tradiciones y leyendas de Honduras´´.
Los refranes también son parte del folclor hondureño y son el resultado de las acciones, pensamientos y formas de hablar de los pueblos que han acuñado célebres frases para aludir a algún acontecimiento en particular.
Por ejemplo, son muy comunes ``a Dios rogando y con el mazo dando´´, ``al perro más flaco se le pegan las pulgas´´, ``del árbol caído todos hacen leña´´, ``a ojo de buen cubero´´, ``barriga llena, corazón contento´´, ``cuentas claras, amistades largas´´, etc. etc.
Los hondureños son muy dados a las supersticiones y a creer en los brujos. Son muchas las leyendas que hay de la ``presencia´´ de la Siguanaba, la Sucia, la Tetona, el Cadejo, el Duende, el Sisimite, el Gritón.
El Duende, a juicio de Jesús Aguilar Paz, es ``un
enanillo de los montes que viste de rojo y lleva gran charrón´´. Suele hacer travesuras y se enamora de las muchachas campesinas. Este personaje ``vence a los hombres más poderosos y rapta las niñas de senos suaves´´.
Por su parte, el Cadejo ``es un cuadrúpedo
nocturno que se alimenta de cadáveres putrefactos y al andar le suenan los huesos, siendo luminosos sus ojos y peligroso su encuentro; nunca se hace a un lado sino que hay que cederle la senda y no molestarlo si se quiere que él no dé una dura lección al atrevido´´.
Las costumbres, pues, son parte del folkclor nacional. Representan la idiosincracia de una población que necesita de la voluntad estatal de conservar sus ancestros y rescatar lo que, por influencias extrañas y decidia nacional, se ha perdido y sólo es parte del baúl de los recuerdos.
EL DUENDE DEL NANZAL
(Del folklore Trujillano)
Por: Hector A. Castillo
Muchos, igual que yo, juran haberlo visto: un hombrecito, orejón y barrigón que lleva la cabeza siempre cubierta por un gran sombrero aludo mucho más grande que él en circunferencia. Tenia su residencia en una cueva en las profundidades de una enorme roca en una de las lomas del cerro Capiro, en las orillas de Trujillo. Por eso los truji- llanos, con razón, han bautizado aquel peñasco como La Piedra del Duende.
Unos compañeros de escuela atestiguaban su existencia y temerosos del que se su- ponía un ser infernal, se mantenian alejados de los árboles de nance cercanos a la roca, de lo que para nosotros los adolescentes, era una fruta codiciada: los nances.
Lo extraño es que a pesar de que corrían de boca en boca, tantos rumores de las apa- riciones del duende aquel, entre estos no había tan solo uno que dijera que el gnomo le había causado daño a nadie. La gente decía que era porque aquel era un gnomo bueno; si hubiera sido de los malos, decían los trujillanos, se habrían dado cuenta hace mucho tiempo porque, simplemente, tuvieran que haber sufrido la desaparición misteriosa de algunos de sus niños. Los duendes y los gitanos, según la leyenda, tienen predilección por los niños.
Recuerdo las muchas veces que mi madre usando el pretexto del duende, logró hacer- nos desistir, a mi hermano y a mi, de que nos fuéramos a vagar a buscar nances a los potreros de la Piedra del Duende. Temerosos de ser secuestrados por vagos y desobe- dientes, por este, nos autoconfinabamos a las inmediaciones de nuestro hogar en donde le gustaba a mi preocupada madre tenernos.
Con la imagen del duende en mi mente, le había cogido terror a Paco, un enano que vivía en el barrio de Rio Negro. Cuando iba a ese barrio a visitar a mi tía Aurora, solía deslizarme a la casa vecina de Manuel Zepeda, a deleitarme con los ensayos de la marimba titulada Azul y Blanco, de la que era aquel su dueño y director. Completamente absorto en la actividad de los músicos ejecutando sus instrumentos, no me daba cuenta cuando Paco, que aparecía de a saber donde, conciente de que me mantenia aterrorizado, se venia por detrás de mi y acompañando con un estridente ruido que hacia al tronar la lengua con el cielo de la boca, me daba con los dedos indi- ces, un hurgón simultáneo en los costados. Aquello bastaba para que saliera yo en desbandada, llevandome de encuentro todo lo que habia por delante.
Estando tan joven, no estaba seguro de si era odio o temor, o ambos lo que le tenia a aquel infeliz enano; el caso es que lo detestaba porque veía en él un duende malo; aso- ciaba yo a Paco con y muchas veces sospeché que era él, el duende de la piedra. En aquellos días de mi niñez inquieta, lejos estaba yo de sospechar que muy luego me tocaría mi turno de encontrarme con el famoso duende de la piedra.
Aquel día un grupo de compañeros, desafiantes habíamos decidido ir a recoger nances a la salida de la escuela, en los terrenos de la Piedra del Duende. Por una extraña coincidencia, era en esa zona en donde estaban los árboles de los nances más grandes y más dulces. Sacandolos del bolsón con que acostumbrábamos asistir a clases, nos metíamos los cuadernos y los libros entre la faja del pantalón y la barriga, para así poder usar los bolsones para los nances que eran el objetivo de nuestras travesuras. Siendo la hora como las cuatro de la tarde, estaba en su comienzo el acostumbrado coqueteo vespertino de los colores del crepúsculo tropical, con las ramas de los árboles que anticipando el misterio de la oscuridad que se aproxima- ba, parecian adelantarse a tomar formas caprichosas.
Con la noche avanzando a pasos agigantados, teníamos que apurarnos para que no nos fuera esta a sorprender, y para evitar tener que contrastar con las horas del duende. Según los rumores, las horas preferidas de este eran la caída de la tarde, al anochecer. Estaba en medio de lo que, para nosotros los muchachos, era parte de la rutina nancera, que consistía en encaramarnos a los árboles para sacudir las ramas, cuando de repente desgarró el tímpano de mis oídos, un silbido espantoso. Un aterrador silbido que no podía proceder de ningún otro lugar más que de los labios del infernal duende.
Se decía que los inconfundibles sonidos del duende eran su estruendoso silbido, acom- pañado del monótono diptongo que los campesinos usan para arrear ganado. Desde la ventajosa posición que me ofrecía la altura de la rama en que me encontraba, podía mi vista abarcar más espacio que mis compañeros que estaban abajo recogiendo los nances. Recuerdo que al segundo silbido, volví mis aterrados ojos hacia la dirección desde donde este procedía, y fue entonces cuando lo vi. ¡Allí estaba! ¡Alli estaba el mismito duende! Venia trepando la loma dirigiendose a donde estábamos nosotros. Lo primero y lo último que le vi, fue el gran sombrero.
Sin darme cuenta, me aventé de la rama aquella y hasta el día de hoy no me he podido explicar, como fue que no me reventé la vida. Emprendí una carrera desesperada de- jando a mis compañeros atrás. Al oirme gritar: ¡el duende!, todos se espantaron y comenzaron a seguirme en mi desenfrenada carrera. Recuerdo que en el camino quedaba una cerca de alambre de peligrosas púas, que hasta el día de hoy, no me puedo imaginar ni como ni cuando la crucé.
Fue aquella la última vez que fui a buscar nances a los terrenos de La Piedra del Duende. Jamás volví por aquellos lados. Para mi los nances de aquel maldito lugar habian quedado vedados de por vida.
Sin ser mi intención arruinarles a los lectores sus lúgubres y mórbidas expecta- ciones, no me iría tranquilo a mi tumba, ni mucho menos daría este cuento por concluido, si antes no les contara lo que después averigüe fue el verdadero desenlace de lo que yo por mucho tiempo creí ser, una auténtica y legítima his- toria de duendes.
En mi pueblo, con el nombre de Gelo, vivía un individuo que se divertía y que se había hecho famoso, por andar azorando a la gente. Años después y origi- nada en su propia boca, llegó a mis oídos la infortunada noticia de que el tal Gelo, en su repertorio de azoros de que el se vanagloriaba, con la personifi- cación de un duende, estaba mi nombre y el de mis compañeros.
(Del folklore Trujillano)
Por: Hector A. Castillo
Muchos, igual que yo, juran haberlo visto: un hombrecito, orejón y barrigón que lleva la cabeza siempre cubierta por un gran sombrero aludo mucho más grande que él en circunferencia. Tenia su residencia en una cueva en las profundidades de una enorme roca en una de las lomas del cerro Capiro, en las orillas de Trujillo. Por eso los truji- llanos, con razón, han bautizado aquel peñasco como La Piedra del Duende.
Unos compañeros de escuela atestiguaban su existencia y temerosos del que se su- ponía un ser infernal, se mantenian alejados de los árboles de nance cercanos a la roca, de lo que para nosotros los adolescentes, era una fruta codiciada: los nances.
Lo extraño es que a pesar de que corrían de boca en boca, tantos rumores de las apa- riciones del duende aquel, entre estos no había tan solo uno que dijera que el gnomo le había causado daño a nadie. La gente decía que era porque aquel era un gnomo bueno; si hubiera sido de los malos, decían los trujillanos, se habrían dado cuenta hace mucho tiempo porque, simplemente, tuvieran que haber sufrido la desaparición misteriosa de algunos de sus niños. Los duendes y los gitanos, según la leyenda, tienen predilección por los niños.
Recuerdo las muchas veces que mi madre usando el pretexto del duende, logró hacer- nos desistir, a mi hermano y a mi, de que nos fuéramos a vagar a buscar nances a los potreros de la Piedra del Duende. Temerosos de ser secuestrados por vagos y desobe- dientes, por este, nos autoconfinabamos a las inmediaciones de nuestro hogar en donde le gustaba a mi preocupada madre tenernos.
Con la imagen del duende en mi mente, le había cogido terror a Paco, un enano que vivía en el barrio de Rio Negro. Cuando iba a ese barrio a visitar a mi tía Aurora, solía deslizarme a la casa vecina de Manuel Zepeda, a deleitarme con los ensayos de la marimba titulada Azul y Blanco, de la que era aquel su dueño y director. Completamente absorto en la actividad de los músicos ejecutando sus instrumentos, no me daba cuenta cuando Paco, que aparecía de a saber donde, conciente de que me mantenia aterrorizado, se venia por detrás de mi y acompañando con un estridente ruido que hacia al tronar la lengua con el cielo de la boca, me daba con los dedos indi- ces, un hurgón simultáneo en los costados. Aquello bastaba para que saliera yo en desbandada, llevandome de encuentro todo lo que habia por delante.
Estando tan joven, no estaba seguro de si era odio o temor, o ambos lo que le tenia a aquel infeliz enano; el caso es que lo detestaba porque veía en él un duende malo; aso- ciaba yo a Paco con y muchas veces sospeché que era él, el duende de la piedra. En aquellos días de mi niñez inquieta, lejos estaba yo de sospechar que muy luego me tocaría mi turno de encontrarme con el famoso duende de la piedra.
Aquel día un grupo de compañeros, desafiantes habíamos decidido ir a recoger nances a la salida de la escuela, en los terrenos de la Piedra del Duende. Por una extraña coincidencia, era en esa zona en donde estaban los árboles de los nances más grandes y más dulces. Sacandolos del bolsón con que acostumbrábamos asistir a clases, nos metíamos los cuadernos y los libros entre la faja del pantalón y la barriga, para así poder usar los bolsones para los nances que eran el objetivo de nuestras travesuras. Siendo la hora como las cuatro de la tarde, estaba en su comienzo el acostumbrado coqueteo vespertino de los colores del crepúsculo tropical, con las ramas de los árboles que anticipando el misterio de la oscuridad que se aproxima- ba, parecian adelantarse a tomar formas caprichosas.
Con la noche avanzando a pasos agigantados, teníamos que apurarnos para que no nos fuera esta a sorprender, y para evitar tener que contrastar con las horas del duende. Según los rumores, las horas preferidas de este eran la caída de la tarde, al anochecer. Estaba en medio de lo que, para nosotros los muchachos, era parte de la rutina nancera, que consistía en encaramarnos a los árboles para sacudir las ramas, cuando de repente desgarró el tímpano de mis oídos, un silbido espantoso. Un aterrador silbido que no podía proceder de ningún otro lugar más que de los labios del infernal duende.
Se decía que los inconfundibles sonidos del duende eran su estruendoso silbido, acom- pañado del monótono diptongo que los campesinos usan para arrear ganado. Desde la ventajosa posición que me ofrecía la altura de la rama en que me encontraba, podía mi vista abarcar más espacio que mis compañeros que estaban abajo recogiendo los nances. Recuerdo que al segundo silbido, volví mis aterrados ojos hacia la dirección desde donde este procedía, y fue entonces cuando lo vi. ¡Allí estaba! ¡Alli estaba el mismito duende! Venia trepando la loma dirigiendose a donde estábamos nosotros. Lo primero y lo último que le vi, fue el gran sombrero.
Sin darme cuenta, me aventé de la rama aquella y hasta el día de hoy no me he podido explicar, como fue que no me reventé la vida. Emprendí una carrera desesperada de- jando a mis compañeros atrás. Al oirme gritar: ¡el duende!, todos se espantaron y comenzaron a seguirme en mi desenfrenada carrera. Recuerdo que en el camino quedaba una cerca de alambre de peligrosas púas, que hasta el día de hoy, no me puedo imaginar ni como ni cuando la crucé.
Fue aquella la última vez que fui a buscar nances a los terrenos de La Piedra del Duende. Jamás volví por aquellos lados. Para mi los nances de aquel maldito lugar habian quedado vedados de por vida.
Sin ser mi intención arruinarles a los lectores sus lúgubres y mórbidas expecta- ciones, no me iría tranquilo a mi tumba, ni mucho menos daría este cuento por concluido, si antes no les contara lo que después averigüe fue el verdadero desenlace de lo que yo por mucho tiempo creí ser, una auténtica y legítima his- toria de duendes.
En mi pueblo, con el nombre de Gelo, vivía un individuo que se divertía y que se había hecho famoso, por andar azorando a la gente. Años después y origi- nada en su propia boca, llegó a mis oídos la infortunada noticia de que el tal Gelo, en su repertorio de azoros de que el se vanagloriaba, con la personifi- cación de un duende, estaba mi nombre y el de mis compañeros.
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